jueves, 26 de diciembre de 2013

Reflexiones frente a “los Toros”
ó de si realmente existe o no el libre albedrío

Diciembre sin “toros” es como una Navidad sin tamales.  Calenté unos tamales y me senté frente al tele.  Por alguna razón a los ticos nos atraen las corridas de toros, pero no a la usanza española, sino a nuestro modo.   Las corridas españolas tienen algo de tragedia clásica, son serias:  el ser humano desafía a la naturaleza y la subyuga a punta de espada (hay que ser claro: no se trata de una batalla de tú a tú entre el hombre y la bestia;  el hombrecito tiene de su lado a todo un equipo, incluyendo la complicidad ingenua de los caballos, que trabajan esmerada y mancomunadamente para poner al pobre animal a su entera disposición y, casi sin peligro, a merced de sus coquetos desplantes y su valerosa estocada final).
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Nuestra corrida en cambio, sin dejar de tener algo de tragedia (como ya veremos) es más una comedia; la música de cimarrona y los humoristas que más que narrar, hacen chistes bajo su pretexto, encajan perfectamente con ella.   Nuestra corrida más que un desafió a la naturaleza, es una burla de la misma.  Pero, y ahí está su esencia: en realidad la naturaleza, por intermedio del toro, nos sirve como instrumento para burlarnos de nosotros mismos. Claro, para la mayoría, para el público, que nos burlamos de nosotros mismos en la persona del prójimo improvisado.
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Por supuesto, ninguna de las dos versiones, ni la española ni la tica, es civilizada; si la civilización significara aquí desprecio a la violencia gratuita; lo cual parece ir en contra de la historia de las grandes civilizaciones.   
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Nosotros creemos que la corrida nuestra es más civilizada, porque, pensamos, es más equitativa: aunque la bestia (nos referimos al toro) es superada en número por los toreros, éstos son improvisados; es decir, no forman un equipo organizado frente al animal, y eso, sumado a la fuerza descomunal del toro, pone a los contrincantes casi en igualdad de condiciones:  fuerza versus cantidad. 
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Por otra parte, en la nuestra no se mata al toro; tan solo se lo aterroriza y maltrata durante un rato, luego del cual se le lleva de nuevo a su verde potrero para que olvide, aunque rumeándolos, sus traumas.  En la nuestra, corre más peligro el torero improvisado, que a fin de cuentas es el que sabe lo que está haciendo y por qué. 
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Y es que creemos, para apaciguar los eventuales remordimientos que nos debería provocar el goce de un espectáculo que muchas veces deja lesiones y hasta muerte -aunque sea de  personas improvisadas-, que éstas personas saben perfectamente lo que hacen.  Es decir, aplicamos para los toreros improvisados el  principio del libre albedrío. El toro, es otra cosa.  Por él sufrimos lo indecible porque es una criatura inocente, sin voluntad.  En cambio a “esos” nadie los manda a entrar a la plaza; ellos mismos se llevan de la mano de su estupidez.  
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La tesis del libre albedrío, sin duda, nos salva de acusarnos a nosotros mismos de crueldad contra la humanidad y en cambio, sin ser incoherentes, podemos juzgar a los que gustan de las corridas españolas como salvajes y sádicos.
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Y no es para agüevarnos, pero la verdad es que eso del libre albedrío no es como muy cierto.  Si la distribución natural o divina del equipo genético personal fuera equitativo – y que no lo es lo demuestran las obvias diferencias de inteligencia entre uno y otro ser humano, racionales o emocionales o de cualquier tipo que se quiera-, bastarían las desiguales condiciones sociales en que se desarrolla o sub-desarrolla cada persona, para entender que eso de que cada una “labra su porvenir” es un tanto fantasioso.  Con sólo imaginar a niños nacidos en la miseria ya podemos adivinar que a los 30 o 40 años serán padres (no muy felices) de otros niños igualmente miserables. 
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 Pero la fantasía del libre albedrío no es un patrimonio nacional.  Se ha extendido como creencia popular por casi todo occidente desde hace siglos y ha sido objeto de reflexión.  Un filósofo dice lo siguiente sobre este mito: “Los hombres se imaginan ser libres porque son conscientes de sus voliciones y deseos, mientras que ignoran las causas que los determinan a querer y desear” (Espinoza; La Etica).
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Por mi parte, no voy a ocultar que siento cierto gozo al atisbar el eventual dolor ajeno (la cornada posible); pero me consuela saber que en realidad no es porque yo sea malo:  “Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco” (Romanos 7:15).
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Moraleja:  En todo caso, por debilidad o por simple maldad, este año, para Navidad, no dejaré de ver los “toros” (si la muerte no decide cornear a mi  engreído libre albedrío). 

Heredia, 9 de enero del 2012

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