Reflexiones frente
a “los Toros”
ó de si realmente
existe o no el libre albedrío
Diciembre
sin “toros” es como una Navidad sin tamales.
Calenté unos tamales y me senté frente al tele. Por alguna razón a los ticos nos atraen las
corridas de toros, pero no a la usanza española, sino a nuestro modo. Las corridas españolas tienen algo de
tragedia clásica, son serias: el ser
humano desafía a la naturaleza y la subyuga a punta de espada (hay que ser
claro: no se trata de una batalla de tú a tú entre el hombre y la bestia; el hombrecito tiene de su lado a todo un
equipo, incluyendo la complicidad ingenua de los caballos, que trabajan
esmerada y mancomunadamente para poner al pobre animal a su entera disposición
y, casi sin peligro, a merced de sus coquetos desplantes y su valerosa estocada final).
·
Nuestra corrida en cambio, sin dejar de tener algo de
tragedia (como ya veremos) es más una comedia; la música de cimarrona y los humoristas
que más que narrar, hacen chistes bajo su pretexto, encajan perfectamente con
ella. Nuestra corrida más que un
desafió a la naturaleza, es una burla de la misma. Pero, y ahí está su esencia: en realidad la
naturaleza, por intermedio del toro, nos sirve como instrumento para burlarnos
de nosotros mismos. Claro, para la mayoría, para el público, que nos burlamos
de nosotros mismos en la persona del prójimo
improvisado.
·
Por supuesto, ninguna de las dos versiones, ni la española ni
la tica, es civilizada; si la civilización significara aquí desprecio a la
violencia gratuita; lo cual parece ir en contra de la historia de las grandes
civilizaciones.
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Nosotros creemos que la corrida nuestra es más civilizada,
porque, pensamos, es más equitativa: aunque la bestia (nos referimos al toro)
es superada en número por los toreros, éstos son improvisados; es decir, no forman un equipo organizado frente al
animal, y eso, sumado a la fuerza descomunal del toro, pone a los contrincantes
casi en igualdad de condiciones: fuerza
versus cantidad.
·
Por otra parte, en la nuestra no se mata al toro; tan solo se lo
aterroriza y maltrata durante un rato, luego del cual se le lleva de nuevo a su
verde potrero para que olvide, aunque rumeándolos, sus traumas. En la nuestra, corre más peligro el torero improvisado,
que a fin de cuentas es el que sabe lo que está haciendo y por qué.
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Y es
que creemos, para apaciguar los eventuales remordimientos que nos debería
provocar el goce de un espectáculo que muchas veces deja lesiones y hasta
muerte -aunque sea de personas improvisadas-, que éstas
personas saben perfectamente lo que hacen.
Es decir, aplicamos para los toreros
improvisados el principio del libre
albedrío. El toro, es otra cosa. Por él
sufrimos lo indecible porque es una criatura inocente, sin voluntad. En cambio a “esos” nadie los manda a entrar a
la plaza; ellos mismos se llevan de la mano de su estupidez.
·
La tesis del libre albedrío, sin duda, nos salva
de acusarnos a nosotros mismos de crueldad contra la humanidad y en cambio, sin
ser incoherentes, podemos juzgar a los que gustan de las corridas españolas
como salvajes y sádicos.
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Y no es para agüevarnos, pero la verdad es que
eso del libre albedrío no es como muy cierto.
Si la distribución natural o divina del equipo genético personal fuera equitativo – y que no lo es lo
demuestran las obvias diferencias de inteligencia entre uno y otro ser humano,
racionales o emocionales o de cualquier tipo que se quiera-, bastarían las
desiguales condiciones sociales en que se desarrolla o sub-desarrolla cada
persona, para entender que eso de que cada una “labra su porvenir” es un tanto fantasioso. Con sólo imaginar
a niños nacidos en la miseria ya podemos adivinar que a los 30 o 40 años serán
padres (no muy felices) de otros niños igualmente miserables.
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Pero la
fantasía del libre albedrío no es un patrimonio nacional. Se ha extendido como creencia popular por
casi todo occidente desde hace siglos y ha sido objeto de reflexión. Un filósofo dice lo siguiente sobre este
mito: “Los hombres se imaginan ser libres
porque son conscientes de sus voliciones y deseos, mientras que ignoran las
causas que los determinan a querer y desear” (Espinoza; La Etica).
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Por
mi parte, no voy a ocultar que siento cierto gozo al atisbar el eventual dolor
ajeno (la cornada posible); pero me consuela saber que en realidad no es porque
yo sea malo: “Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero,
sino que hago lo que aborrezco” (Romanos 7:15).
·
Moraleja: En todo caso, por debilidad o
por simple maldad, este año, para Navidad, no dejaré de ver los “toros” (si la
muerte no decide cornear a mi engreído
libre albedrío).
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