Ad
Portas
como agua volcánica hirviendo.
Yo le tocaba las tetas rutilantes,
ella los huevos me estaba meciendo.
Estaba muy feliz su vulva colorada
absolutamente empapada, mojada,
anegada como un pozo,
hondo, negro y acuoso.
Enrumbé el mástil carnoso
-doce pulgadas y pico-
hacia aquel terrible oso
que manaba humedad por el hocico.
Su sorpresa fue grande
y su cólera lo fue aún más,
cuando el arma punzante
se disparó sin entrar: ¡ad portas!
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