martes, 8 de diciembre de 2015

Cosas que pasan


Enamoramiento administrativo
o de cómo la pasión se cuela en los nombramientos de personal

Franco Benavides

En algunos casos, nada infrecuentes, un jefe alto o medio, se apasiona por un “colaborador”.  Y no hablamos de una pasión de contenido sexual.  Aunque Freud insiste en que todos los amores tienen un sustrato sexual que, por un mecanismo sicológico que no viene al caso, es “coartado en su fin y sublimado”. Pero quien puede creer en las teorías de un señor que dice que todos hemos tenido deseos sexuales por nuestro progenitor del sexo contrario. Que él haya sido un pervertido no lo autoriza a generalizar.  Yo no padecí nunca del Complejo de Edipo y si alguna vez quise matar a mi papá no fue por celos.   Aclaro que tampoco me quedé fijado en la llamada Etapa Anal ni nada por el estilo. 
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No me hubiera enredado con la teoría del sub-consciente si simplemente hubiese utilizado ese término que representa tan bien el apasionamiento obsesivo que embrutece y no deja dormir, ese que hace a los adolescentes dibujar en sus cuadernos corazones de todos los tamaños, cruzados por fechas que los desangran, mientras el profesor de matemáticas resuelve una ecuación de tercer grado en el pizarrón.  Pero el término exacto para ese fenómeno no es de dominguear y algunos oídos delicados se pueden resentir.
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Hay que decir que ese enamoramiento administrativo, como todo enamoramiento, poco tiene que ver con las cualidades propias del “colaborador”.  Raro es que la eficiencia medie en ese apasionamiento, aunque frecuente si es que una fuerte dosis de servilismo haya seducido a la autoridad administrativa. 
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Ya desatada la pasión, el jefe no entiende de carreras administrativas, ni de requisitos,  ni de  procedimientos, ni de ninguna de esas carajadas:  busca por todos los medios que el objeto de su amor administrativo sea ubicado en el pedestal que él sabe que aquel se merece.   Si su predilecto es interino, es capaz hasta de emitir un reglamento que encaje hasta con la forma en que acostumbra peinarse el susodicho.  Y si aún su amorcito administrativo no ha gozado de las mieles de una jefatura –aunque no tenga ni méritos propios ni requisitos-, usará todos los trucos y las influencias que posee para que ese puesto no sea para ninguno otro que para el que le ha robado su corazón administrativo.  
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¿Quién entiende al corazón humano?  De alguien se demanda que sea, como dice ese poético pasaje la Constitución Política, “un simple depositario de la autoridad  (…) que no pueda arrogarse facultades que la ley no les concede”  y cuando se le arropa con autoridad delegada, se deja vencer por el ímpetu irracional de un enamoramiento administrativo.
Heredia, 25 de setiembre del 2015.

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