sábado, 28 de diciembre de 2013

La carne es débil
ó, de por qué ganarse el cielo no es nada fácil 

Dice alguien que supuestamente conoce muy bien la naturaleza humana (Freud, el padre del psicoanálisis), que nada hay más contrario a esa naturaleza que el principio moral de “amar al prójimo como a sí mismo”.  ¡Tan placentero es ver el mal ajeno!, casi más que gozar un orgasmo propio.
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Tan así parece ser que todas las religiones debieron imponer duras condenas, reales o imaginarias, contra aquellos que se atreven a gozar a la libre de los males que padecen los demás.  De manera que reprimir el sadismo se ha convertido en señal de cortesía, de buenas costumbres sociales y en un necesario requisito para la salvación eterna.    
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 Si la regla de oro no fuera aquella que nos recomienda el Evangelio (Mateo 7:12) sino esta otra, casi que tendríamos garantizado el cielo:  “Siempre que tengáis oportunidad abusad del más débil;  de seguro éste no sabrá responderos”.
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Abstenerse del mal ajeno  -no ya amar al prójimo, que es prácticamente imposible-, es bien difícil.  Y lo es aún más para el que tiene alguna cuota de poder.  Es como tener un látigo  a punto y no estrellarlo contra las tiernas espaldas de nuestro ofensor.  Nada raro es entonces que nuestro jefe nos grite y humille: él es víctima de la debilidad humana y nosotros, que somos su piedra de tropiezo, deberíamos recibir su furia como el justo castigo por nuestros propios pecados (porque, cuántas veces en lo más íntimo de nuestro ser le hemos gritado también y hasta hemos deseado, no su muerte, porque desear eso es pecado y además es de mal gusto, pero sí que se enferme, por ejemplo, de hemorroides, herpes genital o de alguna enfermedad que lo haga padecer por largo tiempo).   
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Algunos sienten un placer inmenso en las honras fúnebres de sus conocidos y mientras ensayan el mejor pésame de todos, piensan para sí mismos:  “Se fue antes que yo; ¡Já!”.  A otros les encanta visitar a los enfermos y hacer cálculos mentales sobre el tiempo estimado de vida restante.
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Y cuando tienen la noticia de que un prójimo cayó de un caballo, casi que se indignan con el animal porque no le pateó.  Y cuando saben que alguien tenido por virtuoso cayó (en el sentido en que caen, por ejemplo, los ángeles), se regocijan más que por el descubrimiento de una eventual cura para el mal que padece su propia madre. 
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Claro, todo eso sucede en un lugar muy oscuro del ser de cada uno.  Tan oscuro que ninguna luz de la conciencia penetra esa densa penumbra que oculta nuestros más siniestros sentimientos.  Por eso nos escandalizamos cuando algún desquiciado deja escapar toda esa podredumbre que cubrimos tan cuidadosamente con gruesas capas de argamasa y cal, como con los sepulcros blanqueados del Evangelio (Mateo 23: 27-32).
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Sí, la carne es débil.  Por eso, antes de salir a la intemperie del mundo es aconsejable aplicarse un buen bloqueador moral.


San José, 19 de diciembre del 2011.    

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